El reciente 24 de marzo convocó a multitudes en la calle, una convocatoria que confirma el rechazo a la dictadura militar, rechazo que en la actual coyuntura política adquiere singular intensidad debido a la presencia de un gobierno nacional imputado de ser, en el más suave de los casos, demasiado condescendiente con esa dictadura. ¿Los que este 24 salieron a la calle lo hicieron para expresar una vez más su repudio a la dictadura o para manifestar su repudio al actual gobierno al que no vacilan -como lo hicieron con el de Macri en su momento- en calificar como la reencarnación de aquella junta militar? Podemos admitir que la dictadura militar ha sabido ganarse el rechazo de la mayoría de la sociedad, algo que en 1976 no fue así, o por lo menos no fue tan así, porque entonces una significativa mayoría silenciosa alentó expectativas con el régimen militar que llegaba al poder prometiendo exterminar a la guerrilla y poner punto final a la presidencia de Isabel. En 1976, el militarismo produce su último golpe de Estado, un hábito político castrense adquirido a partir de septiembre de 1930 y que transforma a los militares en la supuesta reserva moral de la nación. Importa insistir acerca del rol de los militares como actores políticos que durante casi medio siglo decidieron quién gobernaba o en qué condiciones gobernaba. Importa insistir, porque para el populismo en sus diversas variantes a los militares les correspondía ejercer el poder ya sea en nombre de la salvación del Occidente cristiano o en nombre de la patria socialista. Colocar en un segundo plano al militarismo, hablar de dictadura "cívico-militar", es un recurso retórico para disimular la presencia mesiánica de las fuerzas armadas y sus líderes carismáticos, líderes cuyos nombres es innecesario dar porque todos los tenemos presentes.Los escenarios políticos de aquellos años solían ser territorios sometidos a los rigores de fuerzas desatadas con las inclemencias de una tempestad. El panorama anticipaba los peores augurios. Un gobierno peronista que retorna al poder luego de casi dos décadas de proscripción con una juventud movilizada por su máximo líder a favor de la guerra popular y conmovida con pasión mística por los símbolos de Evita y el asesinato de Aramburu; fuerzas armadas persuadidas de que han sido convocadas por el Altísimo o por el visceral "ser nacional" para decidir lo que está mal y lo que está bien en este valle de lágrimas. El líder peronista en 1974 se despide de la vida dejándonos como obsequio a su esposa como presidente. A su esposa y a su secretario, más las bandas armadas de las tres A. Para una sociedad habituada durante décadas a considerar a los militares como salvadores de la patria, no debe llamar la atención que ante semejante crisis un sector importante de la opinión pública mirara con esperanza las puertas de los cuarteles donde residen militares convencidos de que a ellos, y solo a ellos, les corresponde salvar a la nación.Si el escenario de los años setenta estuvo atravesado por la violencia, resulta trágicamente previsible que la solución militar redoblase la apuesta ejerciendo las variables más crueles y salvajes de la violencia. No estaban descubriendo la pólvora. La violencia se había incorporado con perversa naturalidad en la política. Desde los lugares más antagónicos se compartía el diagnóstico de una sociedad enferma que necesitaba de una operación dolorosa y urgente para sanar. Unos en nombre del hombre nuevo y el socialismo, otros en nombre del ser nacional y el modo de vida occidental y cristiano. Para unos el ejemplo a seguir lo daba Cuba y tal vez Camboya; para otros, el modelo era Pinochet o Banzer, pero en todos los casos las soluciones eran autoritarias y las cuentas se pagaban con sangre. No queda claro quiénes fueron los vencedores y los vencidos. Lo cierto es que por el peor de los caminos, el camino del terrorismo de Estado, los militares liquidaron a la guerrilla, pero no es menos cierto que por esas piruetas sorprendentes de la historia, los vencedores en el campo de batalla luego fueron juzgados y condenados. La guerrilla, según los propios militares, estaba derrotada antes del 24 de marzo. Un mínimo de cultura democrática, de afición a los hábitos de una república, hubiera alcanzado para impedir el golpe de Estado. Pero ni los militares, ni la guerrilla, ni el peronismo ortodoxo disponían de esa mínima cultura democrática, cultura que sí intentaban predicar partidos tradicionales como la UCR, prédica que como el propio Balbín admitió, no eran más que palabras que caían en un suelo árido, devastado por las furias de quienes consideraban que cualquier solución política debía lograrse sobre una montaña de cadáveres. Porque no había adversarios: había enemigos; no había propuestas de paz sino de guerra; y la única dialéctica posible, era la dialéctica de las pistolas. El hábito de la violencia, el hábito de suponer que las ideas políticas se imponían derramando sangre, no empezó el 24 de marzo de 1976. A decir verdad empezó mucho antes, pero admitamos que el que se ufanó de ejercer desde el estado la represión ilegal fue el peronismo, al punto de que bien podría decirse que Perón creó las condiciones orgánicas y emocionales necesarias para que los militares en el poder se transformaran en mastines sedientos de sangre sin por ello sentirse asediados por las culpas, entre otras cosas porque para esas escasas culpas siempre hubo un sacerdote encargado de perdonarlos y darles la bendición.La recuperación de la democracia incluyó la sorprendente novedad de juzgar y condenar a los militares, no a través de un bando sino a través de tribunales. Las condenas - es importa recordarlo- incluyeron a militares y a jefes guerrilleros, pero la novedad que sorprendió al mundo, es que por primera vez en la historia contemporánea un gobierno que llegaba al poder a través de las urnas juzgaba y condenaba a los que cambiaron la espada de San Martín por la picana, el "submarino", los vuelos de la muerte y la capucha. La masacre de la última dictadura suma alrededor de ocho mil personas. Ocho mil masacrados es en todas las circunstancias una tragedia que no adquiere mayor entidad porque los herederos de los descalabros de los años setenta insistan con vocación de cruzados con la cifra de 30.000; cifra que, por supuesto, todos estaríamos dispuestos a aceptar si incluyeran los nombres y apellidos de las presuntas víctimas.¿Habrá reconciliación? La única reconciliación posible la darán los años y la perspectiva histórica. El 24 de marzo, mientras tanto, seguirá siendo una fecha sombría, siniestra, lúgubre. No hubo impunidad para los golpistas y tampoco para las organizaciones terroristas. Los problemas que hoy afectan a los argentinos no tienen nada que ver con los que nos agobiaron en el pasado. No está mal que se honre la memoria, la verdad y la justicia. Para eso no son necesarios los feriados y, en todo caso, si una fecha nos representa simbólicamente a todos los argentinos, esa fecha sería el 10 de diciembre, día de los derechos humanos y de la recuperación de la democracia; día que abre su luz hacia el futuro, mientras que hacia el pasado convendría recordar aquel pasaje bíblico en el que Jesús aconseja "dejar que los muertos entierren a sus muertos".
Maria Callas (Maria, Italia-Alemania-Chile-Estados Unidos/2024). Dirección: Pablo Larraín. Guión: Steven Knight. Fotografía: Edward Lachman. Edición: Sofía Subercaseaux. Elenco: Angelina Jolie, Pierfrancesco Favino, Alba Rohrwacher, Kodi-Smit McPhee, Haluk Bilginer, Valeria Golino, Vincent Macaigne. Distribuidora: Diamond. Duración: 124 minutos. Calificación: solo apta para mayores de 13 años. Nuestra opinión: buena.Pablo Larraín cierra su trilogía sobre grandes personajes femeninos que dejaron su huella en la sociedad, la cultura y la política del siglo XX con una suerte de réquiem pagano construido alrededor de la figura de Maria Callas. Todo el relato, de hecho, está envuelto en una atmósfera mortuoria. Y se inicia con un extenso plano tomado desde el espacio contiguo al salón del espléndido departamento parisino poco después del momento en que Callas fallece a los 53 años, víctima de un ataque cardíaco, el 16 de septiembre de 1977.Lo que cuenta la película es lo ocurrido en toda la semana previa al momento del deceso. Hace mucho que Callas no canta en público y su regreso aparece como una posibilidad cada vez más lejana. La gran diva de la ópera es un espectro, una suerte de imagen casi fantasmagórica de lo que fue en su tiempo de gloria. Se niega a un tratamiento adecuado a su cuadro y prefiere mitigar los dolores automedicándose con pastillas que le provocan serios efectos colaterales.En esos siete días, Callas parece abandonarse a su suerte, como si se preparara a conciencia para un final inminente (y sobre todo inevitable) que ella misma vislumbra en su frágil interioridad. Su último tiempo vital expresa dos cosas a la vez: por un lado, la conciencia plena de que la suerte en su caso ya está definitivamente echada, y por el otro, una necesidad de cerrar todo lo que fue abriendo a lo largo de su existencia, triunfos y derrotas.Como en las dos etapas previas de esta triple travesía, Larraín explora el contacto con el destino fatal, la oscuridad y la cercanía de la muerte de tres celebridades. En el caso de Jackie (Jacqueline Kennedy) y Spencer (Lady Di) quedaba a la vista una fuerza de voluntad suficiente para intentar una salida, lograda o no.En cambio, en el caso de Callas no hay escapatoria posible al veredicto del destino, con el que Larraín parece jugar en conexión con una de sus dos elegidas previas. En los soliloquios y murmuraciones que abundan a modo de flashbacks en esta última semana de vida una de las apariciones más frecuentes es la de Aristóteles Onassis, el hombre al que más amó y que la dejó para casarse con la viuda de Kennedy. El círculo se cierra cuando vemos a Callas rechazando sin más los avances del mismísimo expresidente demócrata.La voz de Callas vacila, derrotada. No quiere escucharse en público ni intentar un regreso que resulta vano mientras en su cabeza recorre los momentos triunfales de su carrera. También pasan por allí los complejos vínculos familiares (sobre todo el maltrato al que la sometía su madre) y la relación del amor al odio y de la confianza al desprecio que establece con sus últimos fieles laderos, el chofer y mayordomo Ferruccio (Pierfrancesco Favino) y la cocinera y ama de llaves Bruna (Alba Rohrwacher).Larraín eligió a Angelina Jolie para personificar a Callas con plena conciencia de lo que significaba esa decisión. Como ocurría en los films anteriores de la trilogía con Kristen Stewart y Natalie Portman, Jolie nunca deja de ser vista como quien es en realidad, por más que su aspecto se aproxime (a fuerza de vestuario, maquillaje y ciertos gestos) a su personaje.Jolie responde más que nunca aquí, con este papel, a la imagen que tenemos de ella. Más que una actriz, ella representa todo lo que significa hoy ser una estrella. Y como tal, lleva ese bagaje a su interpretación, sobre todo cuando la vemos asumiendo la voz (en perfecta fonomímica) y la postura de Callas para plantarse frente al mundo. No hubiésemos podido entenderla tan bien de otro modo. Es lo único que parece brillar con luz propia en medio del suntuoso, exquisito (gracias a la extraordinaria fotografía de Edward Lachman), sombrío y luctuoso recorrido final por la vida de la máxima celebridad lírica del siglo XX.